Trascender
“Lejos te vas”
Al parecer había olvidado que nos faltaba el último de nuestros estados. Por un tiempo perdí la conciencia de esa frontera, que en realidad siempre estuvo más cerca de lo que pensaba. En otro momento hubiera sido más fácil pasarla y dejar atrás definitivamente todo lo que tuvimos. Quisiera pensar que fue cosa del destino, pero debo reconocer que esto lo pude haber evitado si hubiese tenido más presente un pequeño detalle de nuestro pasado.
Años y ciclos atrás, de entre todas las opciones existentes de comida rápida, solíamos ir a un local en particular; y aunque lo nuestro dejó de ser, el mundo y todo lo demás en él siguió su curso. Fue más por costumbre que regresé un par de ocasiones sin que de aquellas visitas resultara algo relevante. Ni yo, tú, las hamburguesas ni quienes las hacían éramos los mismos; solo puntos de referencia con los mismos nombres. ¿O sí? Había que aplicar la prueba de la igualdad.
Aquel día salí agotado del trabajo. Quería llegar a casa, pero no tenía comida ni ganas de cocinar. Pasaría rápido por una hamburguesa y unas papas para llevar, nada del otro mundo. No sé que hubiera hecho de haberte visto al entrar, pero no fue así. Te vi al doblar la esquina del mostrador mientras esperabas tu pedido. Una corriente eléctrica me recorrió y me paralizó. Sentí una tensión enorme, como si mi cuerpo peleara, en vano, contra esa resistencia. Si hubo un momento para liberarme de todo eso, debió ser un breve instante. Tres personas que se conocían bien esperaban su orden. ¿Eran acaso las mismas que la última vez que se vieron?
Él tenía ahora una barba cerrada que me sorprendió, pero no le hacía ser menos él. Tú, para mi infortunio, te veías exactamente igual, con la misma gracia de aquellas primeras veces, pero que se desvaneció cuando subiste la guardia. Después de todo, aquella tensión era tan fuerte que alineaba nuestras emociones metálicas. Y yo, aunque estoicamente parecía ser el mismo, físicamente no debía lucir mi mejor presentación. Los rastros del cansancio emocional acumulado debían ser más visibles que el simple agotamiento de un día cualquiera. Muchas cosas habían pasado desde la última vez, y aunque tú parecías como si nada, yo me sentía diferente; devaluado.
El oro pasa siempre la prueba del ácido, mientras el resto de los metales se corroen inevitablemente, víctimas de su propia naturaleza.
Pero faltaba algo más; si esta era nuestra última frontera, había que pasarla también. El empujón vino del propio destino, cuando anunciaron que mi pedido ya estaba listo, antes que el tuyo. En un tono que debió parecerte de lo más ajeno, apenas alcancé a decir una frase con la mayor seriedad que me fue posible.
-Con permiso.
De la misma forma, y como si de personas completamente desconocidas se tratara, contestaste con la convención social correspondiente.
-Propio.
Y así fue como nos vimos por última vez, como personas que no se conocen, sin rastro de emoción alguna ni indicios cenizos de aquella segunda infancia.
Fue hasta llegar a casa que recobré la conciencia por completo, aunque seguía aturdido por lo que acababa de suceder. Sin hambre, solo me recosté en el piso de la sala, en medio de una casa solitaria, esperando a que llegara la noche y pasaran las horas, días o lo que fuese en lo que se mediría el tiempo a partir de entonces.
Algo se debe poder hacer con el resto de los metales.