Luz de bengala
“…para amarrar, hay que soltar”
Aquel comentario sobre lo que Lucrecia soñó fue de lo más casual. Yo mismo soy una persona que sueña con frecuencia, y aunque no creo en su naturaleza premonitoria, no dudo que refleje algo de nuestro interior. Por eso resultaba aún más intrigante, no solo que Lucrecia hubiera soñado conmigo, sino que quisiera contármelo.
Me lo comentó un lunes, por lo que pensé que en una plática de algún paseo me lo contaría, pero no fue así. La semana había estado particularmente ajetreada debido a que preparaba los pendientes para poder tomar unas vacaciones ya programadas con anterioridad, por lo que tampoco hubo mucho tiempo para platicar. No le había contado nada de las vacaciones, tal vez porque en el fondo no quería irme, por miedo a que la velita se fuese a apagar; lo que significaba que entonces, la vela existía.
Fue hasta el jueves que le comenté sobre mi ausencia vacacional, que comenzaría a partir del día siguiente, y terminaría una semana después, por lo que le dije de forma amistosa que no contaría conmigo por unos días, pero que igual podríamos estar en contacto por correo o por mensaje. Me reprochó sorprendida que no podía irme así nada más, y que aún no me había contado el sueño aquel.
Quedamos entonces de salir a pasear a Raya por la tarde, pero cuando pasé a su casa me comentó que sería mejor no llevarla. Me pidió ir a un lugar al que no hubiéramos ido, pero que no estuviese tan lejos porque tenía pendientes por entregar de un curso que estaba tomando. Le comenté que podíamos dejarlo para después, pero ella insistió en salir, necesitaba despejarse.
Fuimos a un parque solitario de una colonia residencial. Trazas de rosa y anaranjado se difuminaban en el sol del atardecer. Aquello era una postal. La plática transcurrió por temas cotidianos e intrascendentes, lo que no me molestaba, pero generaba en ella una ansiedad perceptible.
Oscurecía, y el tiempo de aquella tarde parecía haberse terminado. Era momento de partir. Iba a comenzar a desplazarme cuando Lucrecia me tomó por el brazo.
—¿No quieres saber lo que soñé contigo? —me preguntó enfadada.
—Si, pero solo si tu quieres contármelo.
—¿Entonces por qué no me lo has preguntado? Tuviste toda la tarde, ahora ya no tenemos tiempo.
—Lo siento, no pensé que fuera tan importante.
—Yo tampoco.
—Puedes darme una pista, y adivinaré mientras esté de vacaciones, así permaneceremos en contacto.
—Ni siquiera sé como decírtelo.
Callamos por un momento. Yo trataba de darle tiempo y espacio, como el mejor de los amigos que me había propuesto ser. Ella parecía molesta o frustrada, libraba también su propia batalla interna. Suspiró y recargó su cabeza en mi hombro. Los nervios y el juramento de aquella amistad hipotética me paralizaban, aún así, era una sensación agradable. Increíblemente, el tiempo se detuvo, como para dar una última oportunidad. Lucrecia volteó suavemente su rostro y me besó, como quien vierte con cuidado el vino sobre una copa, dejando en esta la cantidad exacta y sin derramar una sola gota.
—Esto fue lo que soñé —me dijo mirando el cielo estrellado sobre mi cabeza.
Yo estaba petrificado. No había forma de agregar cláusulas al juramento y que siguiera vigente. Todo aquello que había tratado de mantener en pie era derrumbado por aquello que me hubiera imaginado con alegría, siendo otras las circunstancias.
Y me volvió a besar, esta vez con el arrebato de un fuego que quiere fundir y moldear un metal desconocido. Toda la materia tiene un punto de fusión, pero algo en este material no parecía ceder.
—¿Qué pasa? —me preguntó inquieta.
—¿Aún estás con tu novio?
—Si, pero no pienses en eso ¿Quieres? Solo déjate llevar y disfruta el momento.
Pero había pasado ya. Aquellas palabras nos regresaban a la realidad a la que continuábamos atados. Lo que en ese momento pudo ser una fogata luminosa bajo las estrellas se convirtió en un fósforo que se apaga lentamente sin haber encendido nada.
No dijimos nada más. La llevé en silencio a su casa y nos despedimos.
—¡Por favor no dejes de escribir! —me gritó cuando me marchaba.
Una luz de bengala iluminaba con fuerza el recuerdo de aquella petición. Pensé en lo que podían significar esas palabras después de todo lo sucedido, tanto, que llegué a la playa preguntándome si habría un nuevo juramento, si esto era el fin o el inicio de una aventura, si habría algo para mí esperando a que volviera, o si era solo un verso de una canción de marineros de fantasía.
“Para amarrar, hay que soltar…”
Tendría todas las vacaciones para averiguarlo.