Pinta de Campeón
Entro a la tienda distraído. Quiero comprar algo sólo para pasar el tiempo. Sé que es un mal hábito, pero no he podido dejarlo. Un refresco y unas papas, desayuno de campeón. La misma basura de siempre. Mi mente comienza a perderse de nuevo, años atrás, en un recuerdo importante.
¿Cómo pasó a ser importante? No lo sé. Durante algunos años me dio pena recordarlo, pero con el tiempo adquirió el valor nostálgico y enternecedor de las cosas que hacemos con inocencia.
Ocurrió mientras cursaba el bachillerato. Siempre esperaba con apatía a que comenzara la siguiente clase; y la siguiente y la siguiente. Nada importante parecía ocurrir en la escuela, pero en ella se me iba la vida, aunque muy lentamente.
Los espacios entre clases representaban algo más que minutos perdidos de aprendizaje. Pequeños huecos de tiempo en los que caben deseos de cosas imposibles. Tras finalizar la sesión, sin importar cuál, un desenfado intenso me impulsaba a salir del salón a la primera oportunidad. No había lugar para dudas ni comentarios sobre la clase. Sólo esa maldita urgencia de que el tiempo transcurriera… para nada.
Mientras ese tiempo se arrastraba penosamente, yo lo esperaba con resignación recargado en la pared afuera del salón de clases, mirando el ir y venir de un mar de rostros indiferentes.
Pero había uno en particular. Ya saben, el tiempo parecía detener su curso y atenuar los sonidos a mí alrededor, apuntando las líneas de mi horizonte en su dirección mientras su sonrisa me sumergía en una especie de trance que me hacía ignorar todo lo demás.
Ella era muy amigable. No tardamos en hacer amistad. Tampoco tardaron los amigos en aprovecharse de la situación para burlarse de mí. Nunca me molestó, aunque sí me ponía bastante nervioso.
En una ocasión a uno de mis amigos se le ocurrió decirme que percibía algo de química entre nosotros. Eso fue suficiente para que mi frágil imaginación adolescente se paseara por las nubes y jugara con las posibilidades. Fue inútil ocultarlo, aunque lo intenté. Las sonrisas tontas siempre resplandecen por gracia o infortunio del enamoramiento.
Pudimos estar así indefinidamente, hasta que un día me dijo entre bromas que sería genial volarnos la clase alguna vez. ¿Y por qué no? Tenía razones de sobra para faltar a clases, pero ésta en particular era una que tenía que aprovechar.
El día llegó. Coincidimos en nuestro impulso de salir del salón tan pronto como pudimos. La vi acercarse con un paso tan seguro que me puse nervioso. El encanto de su cabello a la altura del cuello y ligeramente rizado creaba el marco perfecto que enternecía sus ojos resplandecientes y sus labios a medio sonreír. Pasó apresuradamente junto a mí con un objetivo más allá de los pasillos y los salones.
―No entraré a esta clase ―alcanzó a decir con una sonrisa juguetona mientras seguía su paso veloz a quién sabe dónde.
Ésta era mi oportunidad. Trataba de pensar con agilidad para armar un plan que me ayudara a seguirla sin parecer un estúpido. Jamás dijimos a dónde habríamos de ir, y ahora tenía que utilizar mi increíble capacidad deductiva de adolescente para averiguarlo.
No había muchos lugares de interés por la escuela. Al estar en las afueras de la ciudad, cualquier opción de entretenimiento implicaba un paseo en transporte público. Eso estaba perfecto. El tiempo ahora pasaba rápidamente y no conseguía una forma clara de explicar a mis amigos lo que sucedía. La entrada del maestro al salón marcó el momento decisivo. Mis amigos me esperaban tratando de adivinar lo que pasaba por mi mente.
―No entraré a esta clase ―alcancé a decir tal y como ella me había dicho unos minutos antes, con la diferencia de que una expresión perdida delataba la ausencia de la más remota idea de lo que haría.
Caminé con rapidez hacia la puerta de la escuela y me salí. Mis pasos indecisos me llevaron hacia la tienda frente a la parada del camión más cercana. Era un punto de reunión bastante razonable. Permanecí inmóvil por unos momentos frente a la entrada con la misma expresión perdida con la que había abandonado la escuela.
Decidí entrar. Compraría cualquier cosa sólo para pasar el tiempo. Un refresco y unas papas, desayuno de campeón. Pura basura. Me senté afuera de la tienda y comencé a comer mis papas. Mi mente se perdía de nuevo entre mis paseos por las nubes y la ansiedad de verla aparecer en cualquier momento.
Y éste llegó. Lo supe desde que escuché su risa en la lejanía. Una sensación helada me recorrió cuando los vi caminar por la esquina. Mis ojos se quedaron abiertos e inmóviles mientras me tragaba lentamente el nudo amargo de mis ilusiones y papas a medio masticar. Caminaban cariñosamente tomados de la mano, ignorando el mundo que se desvanecía a su alrededor y que me llevaba con él. Me sentí como un trazo desgastado perdiéndose en la pared entre rayones y carteles publicitarios de tiempo atrás.
De pronto una mano sacudió mi hombro, recuperando todo ese mundo que se desvanecía y me sacaba de aquél frío espacio de los segundos que habían precedido a aquel momento.
― ¿Qué te pasó? ¿Qué diablos haces aquí sentado? ―me preguntó uno de mis amigos con tono de preocupación.
―Nada ―contesté de la forma menos idiota que pude ―comiendo papas.
Comiendo moscas. No cabe duda qué a veces nos damos señales equivocadas. 🙂
Que mala onda de muchacha, cómo que dejar plantado al campeón, pero no hay duda no hay mal que por bien no venga y me supongo que algún tiempo después encontraría a alguien que se fuera a desayunar con él, verdad¡?.
Pues realmente la muchacha no fue mala onda. Si hubo algun pecado en esta historia fue la ingenuidad.
Si lo pudiera resumir de alguna manera sería así: “Donde hay humo hay fuego, pero no necesariamente es para nosotros”
¡Saludos!