Taller de ocurrencias
“..no te preocupes, ya me acostumbré a regarla”
El retiro vocacional no podía durar para siempre, por lo que el regreso a la realidad llegó unos meses después de haber estado con mi abuelita.
Afortunadamente pasé de estar con mi abuelita materna a estar con mi abuelo paterno. Faltaban todavía meses para el inicio del siguiente ciclo escolar pero había que empezar a aterrizar algunas cosas, y el taller de mi abuelo parecía un buen lugar.
Y no exactamente porque fuese un buen lugar como tal, era oscuro y desordenado, lleno de herramientas y material para todo tipo de trabajos, que era a lo que mi abuelo se dedicaba. Supongo que los talleres y abuelos normales son más ordenados, pero éste fue el que me tocó, y aprendí también de las experiencias que viví con este personaje y otro de igual calibre; el hijo que completaba la tercia de personajes de nuestra cuadrilla de trabajo.
Así que abuelo, hijo y nieto pasaron días en este lugar, entre chistes, machucones, maldiciones, bromas y trabajo duro, además de mucha paciencia del abuelo para con su nieto que vivía en la luna y había que traerlo de vuelta a cada rato.
Ciertamente no todo eran malos momentos, sobretodo cuando se trataba de comer; casi siempre unos bisteces en un anafre improvisado con una parrilla de refrigerador y alguna buena salsa igual de improvisada con lo que hubiera, que de mi abuelo hay que decir, era una persona práctica en todos los aspectos, incluída la cocina, y literalmente de buen comer.
Que hablando de improvisaciones y construcciones verbales, por aquél tiempo salió esta canción singular, que vino a divertir a un par de generaciones con sus analogías y manejo práctico del lenguaje coloquial, justo como mi abuelo, que no era el mejor ejemplo para nadie, divertida y ocurrente; un buen recuerdo de mis días en aquel taller del limbo.
“Qué rolón”