Puntos en la red
“..you’re my angel, you’re my darling angel”
En algún momento antes de mi partida me compartiste tu dirección de correo electrónico. Fue algo muy oportuno y afortunado para mí más adelante.
Una vez a la semana mi abuelita se reunía con una amiga en su casa, en el centro del pueblo. Concurría también una que otra conocida y pasaban la tarde viendo catálogos y platicando, pues cosas de señoras. Una situación no muy atractiva para un muchacho.
Para mi suerte, en la misma cuadra estaba uno de los cibercafés del pueblo, obeliscos electrónicos que nos recordaban que podíamos conectar con las personas de otras maneras. Y sacar copias, imprimir documentos, descargar música, chatear, y otras cosas que el internet comenzaba a traer a nuestras vidas, aún en lugares remotos como el pueblo de mi abuelita.
Tampoco es que tuviera mucho que hacer en la red, pues a pesar de ser un muchacho y siendo la red ya un lugar donde se podía encontrar de todo, seguía siendo un barquito a la deriva, en mi mente y en la vida. Y un punto en la red.
El acceso al correo electrónico cambiaba todo. A pesar de la distancia podía comunicarme con mis amistades y seguir en contacto de alguna forma, aunque extrañamente tenía poco que contarles; para ellos yo era una curiosidad, alguien que había decidido salirse por el momento del camino que todo el mundo seguía, solo porque en realidad no sabía a donde quería ir, el amigo que “quien sabe por qué se fue a un pueblo perdido”. Poca fue la correspondencia que mantuvimos en ese tiempo.
Pero había alguien más. Regreso en el tiempo y recuerdo a alguien con quien extrañamente podía pasar horas hablando de cosas triviales, ya sea en el camino a casa o en el teléfono de la esquina. Aunque eso había quedado atrás por el tiempo y la distancia, de pronto se reveló una nueva posibilidad: otro punto en la red.
Era definitivamente mi parte favorita de la semana. Entrar al cibercafé, solicitar una computadora y abrir nerviosamente mi correo electrónico. Entonces ahí estaba: un mensaje tuyo, ¿de qué? de lo que fuese: música, cine, tus últimos días en el bachillerato, tus ratos con tus amigas o incluso algún mal rato con tu hermano. Me sentía afortunado de que, aunque no aquí, en alguna otra parte, había alguien que me leía, escribía y de cuando en cuando se acordaba de mí.
Después de redactar mi mensaje correspondiente, salía del cibercafé con una sensación de satisfacción muy reconfortante. Compraba un elote en la plaza y me sentaba a esperar a que llegara mi abuelita, disfrutando de los detalles sencillos que alegran el corazón y que una tarde más me acababa de regalar.
Y a esperar a la siguiente semana.