La casa del señor que chifla
“En mi cuadra Toño es famoso, su trompeta inunda la calle”
Nuevo ciclo, nuevas aventuras; y esta habría de pintarse con el color de mi gran amigo Efrén.
Antes de que quienes lo conozcan piensen que fueron aventuras negras, de una vez les digo que no era a eso a lo que me refería, gachos.
Pensaba más bien en el cuadro pintoresco al que llegamos cuando decidimos compartir alojamiento en una casa del centro, frente a un mercadito local. Lo que habría de ser un buen tiempo de aventuras graciosas y singulares tenía que manifestarse desde el día uno.
Específicamente, la primera mañana, cuando la mayoría de las personas andamos aún por el quinto sueño, sucedió que comencé a escuchar un silbido fuerte que entonaba una melodía. Tenía que venir de afuera, pues mi amigo estaba seguramente más dormido que yo. Fue al asomarme por la ventana que pude ver a un señor acomodando los puestos del mercado, chiflando fuerte y claro. Pensé que aquello sería una cosa de ocasión, como que su equipo favorito habría ganado un partido importante o algo por el estilo. Traté de no darle más importancia y conciliar el sueño de nuevo.
En esas andaba de alcanzar el último de Morfeo cuando un matraqueo metálico interrumpió cualquier intento de paz mental.
“Cla-cla-cla-cla-cla cla-cla-cla-cla-cla”
¿Qué clase de sonidos apocalípticos podrían irrumpir así a tan tempranas horas? De nuevo me asomé por la ventana para averiguarlo, y esta vez presencié el inicio de un desfile singular: por la calle comenzaban a pasar las señoras del servicio de limpieza municipal, quienes para el buen desempeño de sus labores, contaban con unos carritos con ruedas metálicas que avanzaban lenta e irregularmente por las calles adoquinadas del centro, anunciando mandatoriamente el inicio de la jornada, o del fin del mundo, para quienes teníamos la suerte de vivir ahí.
En comparación, ahora el silbido del señor sonaba como algo angelical.
Vaya sonoro despertar, al menos para mí, porque mi amigo tiene la facilidad de dormir como un bebé a pesar de tener la conciencia quien sabe de qué color y sin importar que el mundo se esté acabando al pie de su ventana.
Al poco rato comentamos lo sucedido. Para él, si bien resultaba algo inusual, era al mismo tiempo pintoresco y simpático. Qué mejor forma de empezar el día que con la alegre melodía de un señor trabajador y unas señoras ejemplares y abnegadas a las que debíamos la impecable imagen de nuestra ciudad.
Yo en cambio, gruñón y enfadoso como soy, traté de expresar mi opinión en una frase igual de atropellada que mi sueño interrumpido.
“¡¿Qué p… con el señor que chifla y las señoras del apocalipsis?!”
Para fortuna o desgracia mía, aquel episodio pasó a formar parte de nuestra cotidianidad, y al que nunca pude acostumbrarme.
Aún así, ilustra perfectamente aquellos días. Con el tiempo he conocido otras personas que vivieron por ahí, y hablan con curiosidad cuando más de aquellos sonidos urbanos, como parte de ese rincón de la ciudad.
Para mi amigo, para mí y para todas las personas a quienes contamos esta anécdota, quedaron bautizadas para siempre como “Las señoras del apocalipsis”, y aquél simpático señor simplemente como “El señor que chifla”.
“El señor que chifla es famoso, en mi cuadra todos lo conocen”
Ahora me acuerdo y me da risa. Tal vez porque ya no vivo ahí.