La Mirada

LaMirada

Siempre pensó que era una especie de maldición. Le recordaba vagamente la historia de Medusa por alguna razón.

Odiaba sus anteojos, pero los necesitaba para prácticamente cualquier actividad, sin embargo, ella tenía la idea de que le restaban atractivo.
Siempre que se preparaba para una conquista hacía el mismo ritual. Se colocaba frente al espejo y se miraba fijamente. Se desafiaba a si misma. Segundos después, a veces con una mano y otras con las dos, pero siempre con solemnidad, procedía a quitarse sus lentes.

– Si he de mirarte, será con mis propios ojos.- Decía con cierto toque de fatalidad. Después se sonreía coquetamente y se marchaba.

Siempre procuraba salir de casa sin los anteojos, sin embargo la mayor importancia del ritual radicaba en ensayar los gestos con los que se los quitaría en caso de ser necesario.
Desde pequeña había usado lentes y estaba acostumbrada a ellos. Nunca se había sentido incómoda con ellos hasta que conoció al chico aquel. La primera vez que lo vio pensó que no estaba tan mal. Salieron un par de veces y comenzaron a conocerse. Ocurrió entonces que quedaron de ir al cine y se enteró de que el usaba anteojos. Fue un suceso sin importancia. No lo hacían ni mas ni menos atractivo. Al poco tiempo decidieron iniciar una relación.

Todo iba bien hasta que un día el se apareció con otros anteojos, muy diferentes a los que ella le conocía. Lo primero que pensó es que se veían horribles, pero no se lo dijo. Pensó que había sido algo casual y que pronto volvería a sus antiguos anteojos.

Pero no fue así.

Con el paso del tiempo la relación se fue deteriorando por motivos diversos. Sin embargo ella no podía evitar pensar que el colmo era que a el no le importara usar esos lentes tan espantosos.
Un día se le ocurrió preguntarle qué había sido de sus otros anteojos. El le contestó que se habían descompuesto irremediablemente hacia tiempo.

Días después terminaron.

Lo sucedido con aquella relación no significó gran cosa para ella salvo por un detalle: ahora se quedaba con miles de dudas respecto a sus malditos anteojos. Eso eran, una maldición.
Durante mucho tiempo estuvo pensando si algo tan trivial podría afectar una relación. Ella estaba segura de que en su caso no había sido algo determinante, pero… ¿y si alguna vez le ocurría a ella?
Por supuesto que no podía considerarse una trivialidad. Si los ojos son las ventanas del alma, los lentes tendrían que ser como adornos innecesarios que solo arruinan la fachada.

Con el tiempo fue comenzando a sentir aversión por sus anteojos, mas sin embargo los necesitaba. Definitivamente eran algo ajeno, como una prótesis, y no conocía ninguna que se viera, no digamos bonita, natural. Llegó a pensar alguna vez que si existía alguna especie de padecimiento físico o psicológico que resultara en una aversión a usar cualquier objeto ajeno al cuerpo sin duda ella presentaba los síntomas.
Fue por ese entonces que comenzaron los rituales frente al espejo. Quien fuese que pudiera tener un acercamiento con ella tendría que saber que detrás de sus horribles anteojos había una mirada encantadora.

– Si he de mirarte, será con mis propios ojos- Se dijo al espejo y se sonrió. Quedó encantada con el toque de fatalidad de la frase.

Por supuesto que esa frase tenía sus aires de fatalidad, aunque algunos eran en su contra.
Claro que había sido debido a la suma de varios factores como el alcohol por ejemplo, que alguna vez al despertar a la mañana siguiente y ponerse sus anteojos se daba cuenta del esperpento con el que había pasado la noche y que solo alguien con una mirada tan miope como la de ella hubiera podido acostarse con el.

Con el tiempo eso le hizo una mujer solitaria y además con fama de quisquillosa. Decidió entonces dejar las conquistas por un tiempo y reflexionar. Por supuesto que quizá la situación en general ya estuviese fuera de control siendo estas cosas ya de por sí complicadas como para que ella tuviera que añadirle su grado de dificultad.

Y el tiempo siguió su curso, hasta que un día, mientras ella disfruta una delicioso capuccino en la terraza de un café, un chico se le acerca inadvertidamente.

– ¿Te importaría un poco de compañía?-

Su rostro le resulta un poco familiar, pero no consigue encontrarlo entre sus recuerdos. Los segundos suceden con velocidad mientras un silencio apremiador comienza a enrarecer el ambiente.
Al no obtener respuesta alguna, el comienza a impacientarse. Se encoge de hombros y se gira para continuar con su camino. Ella le toma del brazo y el se detiene. Entonces ella le dirige una mirada deslumbrante que atraviesa sus anteojos, los de ambos, y se introduce limpiamente por sus pupilas.
El titubea un poco y se sienta frente a ella.

– Hola. Me llamo Perseo..

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4 Responses

  1. Elisa says:

    Hola Carlos..
    leí tu cuento…me gustó aunque no entendí muy bien la ultima parte…sé que te ayudas con medusa y perseo de la mitología pero me queda inconcluso..no sé pór qué

    Saludos..

    • Carlos Alfonso says:

      En realidad esa parte nos la termina de contar la historia que conocemos de Perseo y Medusa en la mitología. Aquel encuentro habría de ser el último de Medusa..

  2. Kena says:

    … cuando algo se ha descompuesto irremediablemente no hay nada más que hacer.

    • Carlos Alfonso says:

      ..y sin embargo a veces nos esforzamos en buscar justificaciones para no hacer lo que ya sabemos que se tenemos que hacer..

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